Hay casas que habitas o te habitan,
que crecen con nosotros y luego se van quedando muy solas.
En la infancia están hechas de rincones fantásticos para cabecitas voladoras.
En la juventud se llenan de okupas,
que pasan por alli por pura necesidad.
Y luego están las que te ocupan a tí.
No son casas florero ni de exposición.
Son de punta a punta disfrutables,
y nos quieren.
Están llenas de aromas que te impregnan y de sonidos que acompañan tu silencio y cualquier soliloquio.
Tienen alma y habitarlas es vivirlas con y en todos los sentidos.
De buena mañana huelen a café y a tostadas, para reconciliarte con el mundo.
Puedes oir chiflar una olla, ronroneos y ladridos,
y alguna radio tempranera.
No se dejan manipular, aunque las remuevas de vez en cuando, les laves la cara y abras sus ventanas para que entre esa luz que ayuda a entender mejor la vida.
Por la tarde bajan el tono y la actividad hasta una quietud inspiradora.
Sus repisas presumen de colecciones, algunas plantas y muchos libros, todos estrenados y más de uno releido,
y trepan lagartijas multicolores por la chimenea.
La nevera está vestida de historia, llena de imanes viajeros con notas recordatorias,
y las fotos más queridas te miran desde el pasado en mesas y baldas.
Sus rincones de sentir, de pensar y de dormir, guardan los gestos más íntimos, la suavidad de los abrazos
y de alguna manta por el sofá.
Y cuando te vas y las desvistes quedan huérfanas y sin identidad.
Casa es, sobre todo, un puerto necesario de referencia para nuestros pececillos, cuando las corrientes vienen turbias y llenas de porquería,
y cuando no se las pueden permitir porque les quitan el alma, las prostituyen, las alquilan o las venden al mejor postor, unos carroñeros con mal fondo.