No está en nuestras manos decidir cuándo y dónde nacemos. Ambos términos podrían analizarse como adverbios de azar, tanto en nuestra morfología lingüística como biológica.
Cuando la suerte nos ha sonreído y somos unos privilegiados, no debería molestarnos que muchos desafortunados se vean obligados a huir por tremendas y vitales razones de sus países, abandonar sus hogares y separarse, a veces sin reencuentro, de sus seres queridos.
Tampoco impedirles que luchen y expongan sus vidas por querer cambiarlas.
No se niegan pases a quienes traen dinero o tienen una relevancia social y mediática, claro.
Si no, molestan, no son bienvenidos y levantamos muros con corazones de cemento, alambres hechos de egoismo y cuchillas afiladas con la ciega ignorancia del prejuicio.
Les llamamos ilegales, cuando lo propio sería irregulares.
Ilegales son quienes vienen a invertir dinero de dudosa procedencia, quienes trafican con sus vidas o aquellos que les explotan.
Hay un término acuñado hace unos años por la filósofa Adela Cortina y admitido por la RAE: "Aporofobia": Rechazo al migrante o refugiado pobre, que se extiende y contagia más que esta cruel pandemia.
Tristeza y vergüenza oir expresiones generalizables y descalificativas contra el migrante pobre, alentadas por un discurso xenófobo, desde ciertos estrados politicos y en algunos medios, estigmatizándoles de aprovechados, violentos y delincuentes y condenándoles a la más cruel y absoluta miseria.