Me gustaba jugar con mi hija a imaginar la vida de gente anónima con la que nos cruzábamos.
Nos montábamos en el aire una historia de película que ya la quisiera el mejor guionista.
Versiones fascinantes de muchas vidas.
Fabulábamos con agilidad el argumento y luego ubicábamos al o los personajes para suponer sus vidas. A veces, solo mirando la cesta de la compra.
Protagonizaban mujeres sumisas y otras valientes y empoderadas. Hombres encantadores y encantados de sí mismos.
Niñas precoces, vestidas de maduras y un pavo inmenso revoloteando sus cabezas.
Peter Panes que no quieren crecer,
y niños madurando cuando no les toca.
Infelices parejas, en las que uno no quiere, solo posee, y la otra va llena de dudas o de miedo.
Y nos enternecía el hipotético solitario, amante eterno, aferrado a su recuerdo...y a su perro.
Intuíamos muchos invisibles al fondo,
detrás de quienes les gusta chupar cámara.
Y allí estaba el inmigrante,
culpable de todos nuestros prejuicios.
También gente con luz que regalaba sonrisas.
Y gente amargada y con prisa, exigiendo civismo a la vez que insultaba.
Personas aburridas, que te miraban de arriba a abajo, y otras a los ojos.
Una madre luchadora y valiente, que seguramente se seguía cuestionando si era una buena madre.
Y observábamos, y urdíamos personajes con pequeños gestos de reales desconocidos.
Creíamos, como Aute,
que todo en la vida es cine...
Ahora, mi pequeña aparece en los créditos de algunas tramas,
y yo sigo imaginando y jugando con las palabras.
L.C.S.
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