Qué bien tomarte unas vacaciones,
de esas que te llevan a tus playas de soledad elegida,
que el agua entre por tus celdas,
para limpiarte, y respirar,
mirarte en aguas cristalinas,
atravesar turbulencias y flotar en su calma.
Escalar la roca más alta de tu sonrisa.
Visitar la cueva más honda de tu tristeza y refrescar tu esencia.
Sin guías,
tú al volante.
Ninguna habitación con vistas desperdigadas,
solo interiores llenas de luz.
Nada incluido,
todo cuesta.
Y pocos se atreven.
Escogen el trepidante circuito,
ese crucero de puertos,
la costa de las sombrillas,
el safari de las fotos y la sorpresa preparada,
el pico del selfi, o las pulseras de la isla de por qué lo llaman amor...,
tal vez huyendo de sí mismos.
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