Cuando Clara la trajo a casa era una bolita negra con la piel llena de pupas.
Después de dos días de reticencias pasó a ser parte de la familia.
No era solo una mascota, era nuestra Neska.
Sobrevivió,
y se asomó al Cantábrico y al Mediterráneo, y dio millones de vueltas a nuestra piscina, cuidando de todos,
con la pelota entre los dientes como si no hubiera mañana.
Fue lo único que esta perrita, etiquetada de raza potencialmente peligrosa, mordía con ganas.
Cariñosa sin exageración y de prudente valentía,
nos hizo mejores.
Neska la tragona, porque no comía, aspiraba su comedero en un pispás.
Sus ojos tristes color avellana te hablaban con pena si sus dueños se ausentaban más de la cuenta, y repartía lametones de alegría y consuelo si eran necesarios.
Se escondía tras la mampara de la ducha cuando oía un trueno, un petardo o cualquier pequeña explosión.
Neska silenciosa y reservada, como su dueña,
ladraba alguna vez a la luna y a algún gato, pero era de pocos ladridos, más bien parecía querer hablar, y contestaba a las provocaciones con graciosos sonidos y gruñidos guturales. Leal a muerte,
le gustaban los humanos más que cualquier otro animal,
a los que mantenía a raya si se acercaban a su piel atópica y delicada.
Nos deja montones de huecos por todos sitios y corazones agradecidos de haberla disfrutado.
Ya es un lucerillo en ese cielo de ausencias brillantes que iluminan nuestros recuerdos.
¡¡Descansa gordita!!
❤️🖤