Las palabras nos denuncian
y nos hacen mejores.
Nos comprometen y nos liberan.
Vienen tristes y se pintan alegres,
y viceversa.
Habladas, escritas, cantadas, pensadas...,
a veces sobran,
o se quedan cortas, muy cortas.
Auténticas o robadas,
coloquiales y cultas,
anglosajonas presumidas,
del pasado y del futuro.
Algunas se irán con nosotros,
otras quedan atrapadas en libros,
en canciones y entre paredes.
Pocas se lleva el viento.
Cuidado con las pervertidas,
las inquisidoras, las tramposas
y las absurdas,
y con las inoportunas,
las huecas de chichinabo, secuestradas de significante y significado,
que se cuelan como liberadoras y apocalípticas.
Me duelen especialmente las olvidadas, las maltratadas,
las vendidas y las negadas,
como su propio género gramatical.
Necesitamos un hermoso taller,
donde limpiarlas de malas acepciones e intenciones, aprehenderlas,
y devolverlas honestas, conciliadoras y sanantes,
para cambiar el mundo.
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