Nadie nos enseña a despedirnos sin un fuerte sentimiento de orfandad y de oportunidades frustradas.
Como si nuestra vida solo fuera lo que nos dejan y no lo que conquistamos.
No nos perdonamos la impaciencia de algunos miedos que no dan tregua a nuestros sueños.
Los padres se llevan la infancia y su escudo protector con ellos.
Algunos amigos y amores perdidos
se quedan con parte de nuestra adolescencia y de nuestra juventud.
Pero hay una selecta y sublime memoria emocional, impresa en un corazón guardián, que siempre nos devuelve lo mejor de cada ausencia,
y separa en montones distintos las pérdidas y las despedidas...
si sabes perdonar o perdonarte.
Y nos hace valientes para soltarnos, atrevernos y sentirnos mejores y más vivos.
Ojalá y cuando ya no podamos cuidarnos ni cuidar de nadie,
no seamos un recuerdo apalancado.
Y nos lleven en la memoria, con la llave de las emociones,
abriendo siempre lo que les haga fuertes y felices.
Sin dependencias que lastren todas las opciones y les anclen en la pena y en la soledad.
Porque eso es perder