Yo también puse duendes y
hadas con luz en las camas de mis hijas,
y ajusté sus sabanas cada noche.
Les dormí con nanas y cuentos, para calmar temores y arropar su fragilidad, protegerlas con la seguridad que da el amor incondicional de los tuyos, tan necesario en la niñez.
Y siento mucha tristeza y vergüenza por esos otros niños de ojos heridos y asustados,
que seguramente vieron más demonios que ángeles en sus sueños.
Testigos precoces de dolorosas e injustas respuestas.
Sin guardianes ni idealistas Guidos a su lado, que les hagan la vida bella, y resguarden su inocencia del peligro y el horror que les rodea.
Niños de la guerra,
del maltrato,
de la calle,
de balsas ataúdes,
del bullying,
de la explotación,
de la pederastia,
de la enfermedad,
del hambre...
del olvido.
Invisibles, en un mundo tan indiferente y, a veces, tan criminal con los más vulnerables.
El recurrente rincón de pensar debería estar lleno de adultos.
¿Jugamos?
Una, dos y tres,
al escondite inglés.
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