Nunca le gustaron los saldos,
porque siempre creyó que lo que tiene valor merece su precio.
Y buscó la pureza.
Invirtió toda su fortuna en encontrarla, hasta que le llegaron los intereses en millones de afectos.
Ahora, los defiende de gangas y malas réplicas,
de emociones fútiles y accesibles,
amontonadas, manoseadas y pisoteadas por adictos anónimos sin alma.
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