Nos llenó casi 15 veranos de ágiles y veloces carreras,
de chapuzones, ladridos y algún aullido cuando salíamos con la bicicleta y se quedaba a esperar bajo el plátano de sombra,
de lametones después de las cremas solares y en cada saludo,
y de atracones de todo lo que pillara mínimamente comestible.
Fue paciente con caricias, achuchones y caballitos insistentes de las pequeñajas de la casa,
y también con todos los compañeros de cuatro patas que le visitaban, porque era un perro más sociable que territorial.
Ha dejado el jardín lleno de huecos,
y uno enorme debajo de la mesa, esperando su ración de paella,
el huerto con los higos esparcidos por el suelo,
y amor del bueno, cándido, incondicional, limpio y desinteresado, en cada uno de los corazones de quienes tuvimos la suerte de conocerlo y disfrutarlo.
Por eso se llamaba Bobo
¡Buen viaje, precioso!