miércoles, 2 de octubre de 2024

El Peral

 Mis tíos tienen una casa enorme en el campo a 5 Kms del pueblo y a los pies de la sierra, ahora pelada y colonizada por enormes gigantes blancos.

Era una antigua Venta, donde íbamos algún verano, porque en aquel tiempo y con cinco hijos, mis padres no nos podían llevar más allá. 

Lo recuerdo llena de gratitud porque me permitía sentirme libre, descubridora de bichitos, de olores irrepetibles y de cimas inexpugnables.

Bebía sus aguas agrias, mágicas, con sabor a metal con limón.

Subíamos la sierra día sí día no, y nos sentábamos, cual vencedores, en la piedra del condenado, nunca tuve clara su leyenda.

Ir allí era como entrar en una película de aventura, donde mi hermano era un héroe que buscaba alacranes, enroscaba culebras en un palo y pescaba renacuajos en la Alameda. Alguna vez se mojó más de la cuenta en el intento.

Mis hermanas y mis primas empezaban sus primeros escarceos y bajaban en secreto al merendero para ver a los amigos que venían desde el pueblo a visitarlas.

En la gramola sonaba un Luis Aguilé nostálgico, 

        Cuando salí de Cuba, dejé mi vida, dejé mi amor...

No recuerdo si fuimos más de dos veranos pero fueron inolvidables.

Algunos Septiembres, despues de mucho tiempo, pandemia y grandes ausencias, hemos vuelto a ese trozo feliz de mi infancia, alrededor de unas migas institucionalizadas por mi primo del alma.

Y ya nada es tan grande, excepto las ausencias.

Allí sigue el eco de risas jóvenes, de gritos infantiles, de noches de fiesta en el portalón, con las cenas de caracoles, 

y aquella brisa de verano que parecía eterna...



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