Tengo un armario antiguo, evocador de secretos y de un sugerente desfile de prendas y complementos.
Adivino un abrigo sastre en color crudo y una capa de terciopelo para noches de bohemia y tascas por aquél Madrid, un par de guantes de piel y un borsalino de buen fieltro.
Algún vestido de organdí con bordados y lazos junto a un faldón de cristianar en seda salvaje, protegidos con fundas de tela,
bolsos de asa corta llenos de pañuelos, abanicos y algún rosario de nácar.
En sus cajones, un camisón largo de felpa, con jaretas y botones hasta el cuello, de los que daba calor y enfriaba el deseo, sobre otro de seda que él le regaló para ocasiones más atrevidas.
Alfileres y prendedores de plata, y en una cajita de caramelos violetas algunas fotos en sepia con dedicatoria, sobre el poema que le inspiró su primer encuentro.
Tiene un espejo, testigo de arrumacos y confidencias y probablemente de algún enfado de alcoba, que poco a poco les robó los años y encorvó sus cuerpos antes de velarlos y desaparecerlos.
Cada tarde un haz de luz atraviesa su esqueleto y despierta los fantasmas del recuerdo, escondidos entre bolitas de naftalina.